En el mundo del Vivo la muerte no existe. No es más que una pausa entre dos reencarnaciones. Es una de las características de la nueva Humanidad, en la que, a partir de los cuarenta y cinco, cada individuo empieza a recibir invitaciones del Centro Regional de Control de la Población para visitar la zona de Pausa, aunque no es sino hasta los sesenta cuando se produce la pausa forzada. Cuando esta ocurre se interrumpe temporalmente la existencia personal, produciéndose, simultáneamente, la concepción de otro humano que heredará la clave del anterior, y que podrá incorporar la experiencia de este mediante el acceso a sus recuerdos archivados en un banco mundial de datos. Por eso cada persona posee un nombre temporal y un nombre eterno, el que corresponde a cada uno de los tres mil millones de habitantes, número en que ha quedado fijado, de manera invariable, el tamaño de la población.
Por otra parte, los avances tecnológicos han convertido el cerebro humano en un potente ordenador en el que se instalan, desde la infancia, distintos programas educativos y de adoctrinamiento, y al que se dota de un puerto para acceder a una red social universal denominada el Socio, de obligatoria conexión, que además permite la visualización de series, anuncios o programas de entretenimiento.
Así mismo existe la posibilidad de acceder a distintos niveles de conciencia o capas para interactuar o simplemente comunicarse. La primera corresponde al mundo físico, en la segunda se accede al Socio, y la tercera contiene el modo virtual luxuria, simulador sensorial que activa el centro del placer, y donde el usuario crea y comparte sus fantasías eróticas. En la octava capa está el Sistema, un programa aparentemente perfecto con conciencia y voluntad, una especie de virus que apareció inmediatamente después del nacimiento del Vivo.
Pero en este controlado mundo ha surgido un sujeto sin clave al que denominan Cero, sobre el que los científicos no acaban de decidir si considerarlo una célula maligna o una mutación beneficiosa, y que algunos marginados designan como el Salvador. En cualquier caso se decide su ingreso en un reformatorio, en el que conocerá a Cracker, inventor, en una encarnación anterior, de la instalación cerebral para comunicación entre individuos, necesaria para la conexión al Socio. Cracker es un disconforme convencido de que la instalación cerebral general, forma inicial del Socio, fue la causa del periodo de guerras y epidemias conocido como la Gran Reducción, y, posteriormente, del nacimiento del Vivo.
Este es el futuro que nos propone en su novela Anna Starobinets, y para dotarlo de mayor verosimilitud, nos presenta el material en forma de transcripciones de documentos extraídos de una base de datos global, ya sean interrogatorios de algún miembro del Servicio Planetario del Orden, conversaciones en capas profundas, o incluso mensajes de Cero a su reencarnación posterior.
Una distopía, en la línea de las clásicas de Huxley y Bradbury, pero también en la estela de los precursores rusos, como bien explica en el prólogo Julián Díez, con la que la autora quiere alertarnos de las posibilidades de control subyacentes en las redes sociales y del abandono de cuestiones vitales que la continua inmersión en ellas puede acarrear, arremetiendo de paso contra la doble moral de la casta dirigente, y proponiendo, como alternativa redentora, el habitual retorno a actitudes, sentimientos e instituciones del pasado humano. Aunque el proceso no parezca reversible en un mundo en el que no hay “más dios que el Vivo, uno y tresmilmillonésimo”.