El relato abarca desde la juventud de Voltaire, presentado como rebelde, dandi, inconformista, pendenciero, hedonista, alocado y en definitiva muy alejado todavía de su figura de intelectual ilustrado indispensable. A raíz de su anglofilia y otras polémicas célebres, se ganó un buen número de enemistades en una época en la que el nacionalismo francés era realmente chovinista, lo que le conduce a una sucesiva serie de destierros, encarcelamientos en la Bastilla (de lujo, eso sí), caídas en desgracia frente a la corte y otros episodios adversos.
La estabilidad del filósofo llega con su relación con Émile, al principio pasional, luego intelectual y personal y al final casi paterno filial. Su retiro en el castillo de Cirey, fue prolífico intelectualmente para ambos. Allí asistimos a la redacción de obras como “Cartas filosóficas”, sus obras de teatro “Mérope”, “Zaire”, “Mahoma”… En este sentido, no menos interesante es el retrato de Émile, aristócrata casada con un marqués, que mantiene una relación paralela y a la vista de todo el mundo con Voltaire. Émile es una intelectual de gran talla, traductora y divulgadora de la ciencia del inglés Newton, una Hypatia en un mundo masculino, religioso y nacionalista. Pero también es una mujer pasional, jugadora e independiente.
La figura de Voltarie va evolucionando con las páginas del libro y en su madurez afloran rasgos como su extremada adulación monárquica (ya sea hacia monarquía prusiana, polaca o su querida y desafecta monarquía francesa), su carácter enfermizo, hipocondríaco, pasional y extremadamente irritable hacia a las críticas de sus obras. También se describen sus polémicas con otros intelectuales como Rosseau o aquella, más titánica, con el abate Desfontaines.
Mitford consigue despertar el interés sobre su Voltarie, pero no inmediatamente. Su prosa y el ritmo que imprime a la sucesión de hechos van penetrando paulatinamente en el lector, hasta envolverlo en la historia. La autora modera su entusiasmo en virtud de una narración con un apasionamiento matizado. A diferencia de populares biógrafos como Zweig, Mitford parece confiar plenamente en su trabajo de investigación sin demasiados alardes, lo cual no le impide cierto tono novelado y algunas aportaciones en primera persona que beneficia el resultado final.
Acabo esta reseña con un apunte sobre la crítica literaria que nos deja Mitford, en este caso referida a la que ejercían entre los autores, pero que bien podría extrapolarse a nuestra labor: “Es común decir que no hay ejercicio más fácil que denigrar a un escritor y sus obras. Si hacen falta talento y discernimiento para una crítica constructiva, un chiquillo un poco despejado basta para demoler cualquier libro con un análisis retorcido y falsas conclusiones”.