La memoria y la pérdida son los dos ejes sobre los que Nicole Krauss ha construido esta novela ondulante, en continuo movimiento tanto geográfico como temporal, yendo y viniendo entre personajes atribulados que tienen sus mareas y reflujos en torno a un escritorio común. En su tercera novela, La gran casa, Nicole Krauss reflexiona sobre el pasado y la pérdida personal no solo mediante poner en escena situaciones vividas sino convirtiendolas en metáforas concretas que pugnan entre sí por hallar su hueco, su significado dentro la experiencia vital de sus personajes, sin hallarlo. La Casa Grande es una de esas novelas donde los elementos estilísticos y narrativos se combinan con la trama para formar un conjunto conmovedor en el que la redacción fragmentaria dividida en cuatro experiencias diferentes se nos antoja como la mejor forma de presentarlo.
La Casa Grande consta de cuatro historias entrelazadas que crean un efecto de mosaico que es aún más poderoso cuanto más universales son las emociones que explora. La trama se centra en torno a una primera escritora norteamericana, una mujer solitaria, amante de su trabajo, que sorprendentemente se confiesa ante un juez (no sabemos la razón, el lugar ni la causa pendiente de este desnudar su alma que propone). Ella se aferra a los recuerdos de un joven poeta chileno, Daniel Varsky, que desapareció en su país tras el golpe de Pinochet. En el contacto que mantuvieron en Nueva York ella recogió algunos de sus muebles, entre ellos el imponente escritorio lleno de cajones sobre el que orbita la historia. En vez de contarnos detalladamente el clima político chileno, Krauss sesga detalles aislados de la desaparición para que el lector imagine los demás o al menos sienta la intriga. Conectado hallamos el segundo argumento: una joven que aparece en el presente quien dice ser hija de Daniel y reclama el famoso escritorio. La búsqueda de sentido, comprensión y significado es lo que desencadena los acontecimientos más importantes de las tramas tercera y cuarta, que se desenvuelven en Londres y Jerusalén y que aluden a pérdidas mucho mayores que las de un escritorio o un amante.
Krauss construye personajes que se enfrentan a sus propios actos de forma culpable, no se excusan, son ellos los que provocan directamente su situación, provocando en el lector un magnetismo extraño, una relación de atracción y repulsión muy humana. Con maestría sabe transmitir las revelaciones que se encuentran detrás de la pérdida, del rechazo, del amor, de la persecución y hallar el verdadero significado que ese escritorio tiene en la vida de todos ellos: frustración, desesperación, y un cierto determinismo judío que sobrevuela toda la obra. No olvidemos que como ella explica bien en la novela, el título proviene de la tradición judía. Cuando Jerusalén fue destruida por Tito y su templo con ella el modo de adoración judío, su gran casa ,ya no podía ser de piedra sino que tuvo que transformarse en un libro “un libro tan extenso, sagrado y y complejo como la propia ciudad. Lograr que todo un pueblo se plegara en torno a la forma de lo que había perdido, y dejar que todo lo demás reflejara su forma ausente.” Todos los personajes sufren pérdidas guardando el hueco y la forma de lo perdido como algo suyo, vertebrando su vida alrededor de ese vacío.
En el momento en que se termina de leer la última página, el lector ha conseguido la gratificación de una conmovedora historia que sin duda es digna de los más altos elogios literarios.