Reseña de El rey recibe de Eduardo Mendoza

Después de dos entregas sucesivas de las aventuras de su héroe innominado, “El enredo de la bolsa y la vida” (2012) y “El secreto de la modelo extraviada” (2015), Mendoza retoma nuestro pasado reciente en su nueva novela, como paisaje reconocible para los lectores y coartada existencial para sus personajes. Continúa así la senda por la que discurría su Premio Planeta 2010, “Riña de gatos. Madrid 1936”, y gran parte de su obra, recalando ahora en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado.

Este primer volumen de lo que se advierte será una trilogía, transcurre entre dos importantes episodios de nuestra política nacional: la irrupción de un renovador Fraga y la desaparición de un inmovilista Carrero, y es el relato en primera persona de las vivencias de Rufo Batalla, incipiente periodista y desconcertado hijo de clase media catalana. Encargado de cubrir las nupcias del exiliado rey de Livonia, un difuso territorio situado entre las antiguas repúblicas bálticas, acaba estableciendo una relación con el monarca que se convertirá, para el protagonista, en una puerta abierta a la aventura y el misterio, y, para el autor, en la forma de suministrar al texto un antídoto contra la gravedad y el exceso de cordura.
La narración está salpicada de trasnochados discursos a cargo de personajes estrafalarios. Son los representantes de una ideología en retroceso expresando su resistencia al inexorable avance de la Historia. Es el caso del sacerdote maronita que acompaña a Su Alteza, convencido de la virtud y necesidad del servilismo ante los poderosos y de la nefasta influencia de la educación; o de una alemana negacionista defensora de la superioridad cultural y moral germánicas; y del padre de la novia de Rufo, fanático falangista convencido de la pulcritud de sus ideas.
Estas argumentaciones se prolongarán en la segunda parte de la novela, cuando el protagonista se traslade a Nueva York para trabajar en un organismo español, pero aquí, junto a la perorata de un padre de familia republicano defensor de Nixon, se eleva también la arenga de un artista alternativo enalteciendo al creador nato frente al simple artesano continuista.

Como ven, un Mendoza más reflexivo que en otras ocasiones, demoliendo lo caduco y lo pretencioso para extraer lo intemporal y novedoso, cuestionando la forma de consumir arte y cultura pero defendiendo cualquier aproximación honesta, reclamando, en fin, un espacio de libertad innegociable.

A lo largo del texto Rufo no deja de ser testigo impotente e insatisfecho de su tiempo histórico y de su propia vida, en los que desearía tener mayor presencia y protagonismo. Ante sus ojos pasan la Primavera de Praga, la publicación del Sargent Pepper’s o el Watergate. Cruza un recién estrenado Muro y deambula por fastuosas fiestas en deslumbrantes apartamentos de la Quinta Avenida. Mientras, sus relaciones sentimentales oscilan entre el encorsetamiento y el compromiso en una sociedad reprimida, y la desinhibición y libertad de los nuevos aires que soplan lejos de aquella.

La elegante escritura de Mendoza está, por supuesto, presente en toda la novela, pero alcanza cotas de virtuosismo en el hilarante relato de la cristianización del Reino de Livonia, cuando aún era un conglomerado de tribus bárbaras. La sencillez y objetividad del lenguaje, que lo acerca al de la crónica medieval, en contraste con los disparatados hechos que se narran, hacen de esta interpolación un magistral contrapunto que no viene sino a añadir color a un texto sobre el que planean los nubarrones del pasado y la memoria.

Rafael Martín