Hay cuestiones que no viene mal retomar periódicamente para evitar el efecto cegador de la desmemoria, o tan solo para honrar el recuerdo de los que padecieron en el pasado y espolear con su ejemplo a los tibios del presente. Cuestiones como las relaciones de los intelectuales con el poder a las que el ex ministro de cultura César Antonio Molina dedica su último trabajo. En él no solo se reflexiona sobre el compromiso que, en lo social, debería ser inherente a la condición de intelectual, sino que, sobre todo, se atiende a las consecuencias del mismo.
‘La caza de los intelectuales’ es un repaso a esas figuras históricas perseguidas por cuestionar el poder establecido, o a aquellas que decidieron asumir responsabilidades públicas aun a costa de apartarse de sus verdaderos intereses. Pero también trata de la connivencia de ciertos personajes de la cultura con los regímenes más abyectos, del oportunismo de algunos y de las contradicciones de otros. Y, finalmente, el autor se preocupa por los nuevos modos de transmisión de la cultura y por la degradación que esta sufre a través de su constante banalización, unas reflexiones que lo acercan a la componente elitista que forma parte del término intelectual desde su aparición.
La actividad docente desarrollada por Molina queda patente en el tono didáctico de los capítulos de la primera mitad del texto. En ellos nos informa del enfrentamiento dialéctico de Cicerón con Marco Antonio, de la capitulación ante Nerón de un Séneca poco coherente, del aislamiento de Spinoza y la servidumbre de Azaña, o del odio de Calvino por la libertad de conciencia, combustible de la hoguera de Servet.
En la parte central de la obra encontramos los textos ‘El contrapoder de los intelectuales’ y ‘Cultura colaboracionista’, sendos comentarios de Molina a ‘Una historia política de los intelectuales’, el repaso de Alain Minc a la influencia de los intelectuales franceses desde el siglo XVIII; y a ‘Y siguió la fiesta’, donde Alain Riding cuestiona la actitud de los representantes de la cultura durante la ocupación. Mientras Minc duda de los móviles altruistas de las grandes figuras de las letras francesas, Riding, acompañado por Molina, no solo se refiere al conocido colaboracionismo de Céline o Drieu, sino que repasa la nómina de aquellos que siguieron desarrollando su labor durante la ocupación alemana. Unos textos que invitan, sin resultado, a incluir un estudio equivalente referido a la guerra civil y la postguerra españolas. Quizás un proyecto demasiado comprometido pero que se echa realmente en falta aquí, donde, sin embargo, se nos recuerda el lanzamiento de miles de copias del poema ‘Liberté’ de Éluard sobre la Francia ocupada, o la impenitente defensa de sus deplorables convicciones por parte del noruego Knut Hamsun.
Por su carácter cerrado e independiente, más que de capítulos deberíamos hablar de ensayos o artículos, lo cual permite realizar una lectura no lineal a pesar del orden relativamente cronológico de aquellos. Algunos de los que conforman la última parte del volumen parecen más bien traídos por los pelos, aunque es en esta sección en la que Molina define su actitud en defensa de la cultura humanista ante los peligros de la barbarie tecnológica y la cultura popular. Toma así partido por Vargas Llosa en su controversia con Jorge Volpi sobre la democratización de la cultura, y defiende el derecho a la erudición porque, según sus palabras, “el poder de las citas es el único que todavía contiene la esperanza de que algo de este u otros tiempos sobreviva”. Un tono nostálgico que se convierte en trasnochado cuando se lamenta de que “las jerarquías que no hace mucho distinguían la cultura noble de la cultura de masas han desaparecido por completo”.
Un texto, en definitiva, aprovechable en su vertiente divulgativa, pero cuando menos polémico en su exaltación excluyente de la “alta cultura”.