Ya conocíamos la tendencia de Jon Bilbao a depositar en la parte irracional del reino animal ciertas inquietantes inclinaciones al mal (baste recordar al diabólico Bruto de ‘Soy dueño de este perro’), transfiriendo vicariamente a sus actos una intencionalidad a todas luces humana. Era, por tanto, cuestión de tiempo que nos enfrentara a la bestia infernal por excelencia, no ya la ballena varada y pestilente de su relato ‘Una victoria parcial’, sino el terrible e imperecedero leviatán, tan inmortal como el personaje que Bilbao elige como contrapunto racional.
Porque es William Shakespeare el que se embarca, formando parte de una misión diplomática, en viaje hacia la corte danesa a través del Mar del Norte. Durante la travesía el escritor reflexiona sobre la
dificultad de llevar a las tablas el impresionante espectáculo que la naturaleza ofrece, o ciertas inabarcables escenas cuya descripción se deja en manos de los personajes. Sin embargo, esos resignados pensamientos se convierten en un obstinado proyecto al observar la grandiosa presencia de una ballena en las proximidades de la embarcación, un monstruo cuya fuerza simbólica se alimentaría de indefinición, imposibilitando al espectador a decidir si es la encarnación del invencible destino, o la representación de nuestros miedos más ocultos.
A partir de aquí William va diseñando la obra cuyos detalles son en todo similares a la de Melville, como si fueran posibles dos iluminaciones tan inevitablemente idénticas que arrojaran las mismas sombras en tiempos tan distantes. Imagina, además, un final sin supervivientes, para así resaltar el intacto peligro que, por el desconocimiento de su poder, seguirá suponiendo la ballena.
La realidad, sin embargo, se impone en la forma de un cielo opresivo cubierto de extrañas nubes y un mar sin viento en el que queda atrapada la nave, a la que ronda de forma amenazadora la ballena, resultando vano cualquier intento de ahuyentarla. Proporciona así Bilbao a su relato unas unidades de tiempo y espacio casi teatrales, ampliadas, no obstante, mediante el continuo ejercicio de memoria que realiza el protagonista, con el que convoca algún amargo episodio de su vida familiar junto a recuerdos de su mundo profesional, como la tenebrosa entrevista con Marlowe en una maloliente taberna, añadiendo comentarios sobre sus propias obras o evocaciones de su ambigua relación con Henry Wriothesley, embarcado también como responsable de la tropa. Cuestiones todas que permiten a Bilbao recrear espléndidamente la época isabelina.
Un apoteósico final cierra esta estupenda novela, que es tanto de aventuras como histórica y de ideas, en la que se trata, más que de establecer la supremacía de un género literario sobre otro, de celebrar el inagotable poder de la ficción.
Shakespeare y la ballena blanca – Jon Bilbao | manchas en el folio
[…] blanca. Y reconociendo que a mucha gente de buen criterio les parecerá – ya les ha parecido, aquí y aquí – muy buen libro, no me ha gustado, por desgracia. (no soy el […]