La periodista napolitana Lorenza Foschini ha confeccionado un texto sobre la obsesión del coleccionista, sobre la pulsión que lleva a un bibliófilo a conseguir no solo todo tipo de documentos escritos de su autor predilecto, sino, incluso, cualquier propiedad de aquel, ya sean los muebles sobre los que desarrolló su trabajo, los utensilios de los que se sirvió, o las prendas que lo arroparon mientras urdía sus argumentos. Un afán acumulativo que quizás esconde ese deseo tan proustiano de liberar, aunque solo sea para disfrute propio, lo que del espíritu de sus dueños aún permanece en los objetos que les pertenecieron.
Como si de un trabajo de investigación se tratara, Foschini comienza por relatar el azaroso encuentro que le puso en la pista de Jacques Guérin, heredero de la prestigiosa empresa de perfumes materna, y apasionado coleccionista de libros y manuscritos originales. Así sabremos que será de nuevo el azar, en forma de urgencia médica, el que ponga en contacto a Guérin con el cirujano Robert Proust, hermano del ya fallecido Marcel, quien le mostrará los cuadernos autógrafos de la obra cumbre de un autor por el que Guérin ya sentía una devoción que a partir de ahora se convertirá en auténtica pasión.
Llevado por ese impulso, entrará en contacto con la familia Proust en busca de informaciones reveladoras o documentos personales, descubriendo impotente la intención de la esposa de Robert de acabar quemando todos esos inútiles papeles, un triste holocausto fruto del rencor que guarda a su marido por sus infidelidades y a su cuñado por unas inclinaciones que comprometen la respetabilidad del nombre familiar.
A partir de ahí asistimos a la desesperada angustia del devoto por salvar cuanto aún no haya sido presa de las llamas. Una marea protectora que acabará alcanzando al escritorio, la biblioteca o al abrigo de Marcel, y que se extenderá posteriormente, en forma de mecenazgo, a la obra de autores tan prometedores como Jean Genet o Violette Leduc.
La presente edición se completa con unas acertadas imágenes de los documentos y objetos descritos en el texto, así como con un postfacio del traductor, Hugo Beccacece, en el que se nos llama la atención sobre la paradoja que supone que sean precisamente los admiradores de Proust, ya sea recolectando pertenencias o intentando identificar a los modelos reales de sus personajes y localizaciones, los que se empeñen en ignorar su convicción de que la obra de un autor no se puede explicar a partir de los elementos y sucesos que componen su vida, sino que surge de su yo profundo.
Foschini intenta, en definitiva, buscar en su exquisito texto una explicación a esa fascinación por todo lo que estuvo en contacto con el maestro, una actitud reverencial a la que no puede sustraerse la propia autora al palpar su abrigo y constatar su existencia corpórea. Porque esta veneración es hija de la primitiva creencia en la capacidad milagrosa de las reliquias de santos, y está emparentada con el impulso que lleva a algunos a participar en el Bloomsday, a extasiarse ante la residencia de la familia Mann en Lübeck, o a buscar las calles de París por las que pasearon algunos de los personajes de Cortázar y Sartre. Se trata, sin duda, del deseo de atravesar el espejo, de formar parte, por un instante, de la ficción que tanto hemos admirado y cuya fuerza liberadora creemos así poder convocar.