Mi ascendencia celta, estaba seguro, había de llevarme a satisfacer mi curiosidad acerca de este libro prometedor de maravillas a un término acorde a ese origen declarado. Entré en la palabra ‘roble’ y, lo confieso, tardé muchísimo en salir. ¿Por qué? Pues verán ustedes: por la aportación riquísima de datos a propósito de las propiedades, cualidades y misterios vinculados a este milenario árbol. Pero también por la relación intrínseca con la música –además de la propia nacida del melancólico susurro de sus hojas-, por la reciedumbre de su nombre, inscrito en las más variadas mitologías; por la belleza imaginativa que representa sólo por el pensar en él…
Y todo ello elaborado bajo la premisa de un exhaustivo conocimiento vertido por el autor, por el lenguaje sencillo que emplea para contar las cosas que acaecen a este magnífico representante de la naturaleza; más aún, por la vida añadida que crea, a sabiendas de que alimenta en sus ramas no solo a ‘la rama dorada’ sino a todo el mundo poético que deviene de esa hermosa palabra, el muérdago, cuya planta enraíza y crece teniendo como soporte el roble. “Como suele, en pleno invierno, florecer el muérdago, y ajeno al árbol en que crece, ciñe/ con su gualdo follaje el recio tronco,/ tal del oscuro roble entre la fronda/ brillaba y recrujía entre en tenues láminas/ el ramo de oro al viento” Frazer lo sabía bien, tomando de tal milagro de la naturaleza el título para su imperecedero libro.
Como quiera, a la vez, que “solo un hombre que surgió del mar” pudo derribar al viejo roble según el Kalevala, fuime (una vez más respondiendo a mi origen celta-marino) a la palabra mar, y ahí, sin ser directamente aludido, sí encontré alusiones musicales y hermosas a propósito de la Trompa de Tritón y a la Caracola (ese precioso “diseño de caracol marino cuya concha se emplea como instrumento de viento desde el Neolítico, y que, dado que su abertura recuerda el órgano sexual femenino, su presencia musical fue asidua en los rituales de fertilidad”) . Luego me fui al trueno, y el mundo volvió a ensancharse de sabiduría complementaria, de relación entre culturas, de humanismo más o menos simbólico, de música siempre…
Ramón Andrés, un raro sabio en estos tiempos de penuria cultural, nos lega en este libro un placer inmenso y sostenido (siempre un pasaje, una palabra, una alusión lleva a otra) habiendo bebido, como no podía ser menos, de Frazer, de Dumezil, de Eliade… Y qué bien bebido.
Aquí sí puede cumplirse la fórmula: “Lege féliciter”