En el centenario del nacimiento de John Cheever la editorial RBA se ha encargado de reeditar sus obras principales, las que, a finales de los setenta, le consagraron como uno de los autores fundamentales de la narrativa norteamericana de la segunda mitad del siglo pasado. A ello contribuyeron sobre todo los Cuentos, reunidos para su publicación en 1978, y entre los que se encuentran piezas magistrales como ‘El nadador’(1964), cuyo protagonista recorre el barrio atravesando las sucesivas piscinas de sus vecinos; la alegórica ‘El enorme receptor de radio’(1947) que encandilaría a los editores del New Yorker, o ‘El marido rural’(1954), una incisiva incursión en su tema preferido: la vida, a veces sórdida tras las apariencias, en las urbanizaciones de clase media alta del extrarradio de las grandes ciudades.
Pero además de los relatos nos llega Falconer, novela de ambiente carcelario, de gran éxito cuando se publicó en 1977. Aunque en realidad el reconocimiento de Cheever fue tardío: habían pasado casi cincuenta años desde la publicación de su primer relato, ‘Expulsado’, en 1930, hasta esos años triunfales, que, por otra parte, vienen a coincidir con los brillantes comienzos de autores como Raymond Carver, Tobias Wolff o Richard Ford, por lo que a veces se lo sitúa junto a ellos en esa corriente de la ficción americana confusamente denominada “realismo sucio”, cuando en realidad pertenece, junto a Salinger, a la generación anterior.
Y nadie mejor que Cheever para relatar las contradicciones y conflictos de los personajes cuyas vidas disecciona en sus relatos si él mismo fue víctima de aquellos, como sabemos por sus Diarios y Cartas. Así, sus problemas con el alcohol, una sexualidad ambigua y reprimida o una personalidad que a veces necesita reafirmarse a costa de los que le rodean, son características que, junto a otras referencias autobiográficas, se cuelan indefectiblemente en sus escritos.
En este sentido, la hija de Cheever nos recuerda las dificultades que tenía su padre en asumir las afirmaciones de independencia de su mujer. En el relato de 1962 ‘Una norteamericana culta’, parece querer aleccionarla sobre los peligros de asumir un exceso de actividades en detrimento de su dedicación al hogar, mientras que en ‘La cuarta alarma’, de 1970, la previene contra las impúdicas exigencias de las compañías de teatro vanguardistas. Una actitud, como mínimo paternalista, que volvemos a encontrar en el protagonista de Falconer cuando ridiculiza los fracasados afanes como pintora de su mujer, o su natural inclinación por la limpieza.
Y es que Ezekiel Farragut tampoco soporta las ansias de independencia de su narcisista esposa, ni a su propia e irritante familia, miembros activos de una beneficencia que nadie les ha solicitado, incluyendo a su hermano, cuyas lecturas a ciegos y moribundos en la residencia de ancianos le ayudan a olvidar a una llorosa mujer que conversa con el televisor, a una hija con tres intentos de suicidio a sus espaldas, y a un hijo encarcelado por activista.
Como encarcelado se encuentra Farragut en la penitenciaría de Falconer, pero por asesinar a su hermano con un atizador. Y así comienza el relato de las tribulaciones carcelarias de un culto profesor, adicto a las drogas, que decora su celda, “una especie de lugar olvidado. Como los de Piranesi”, con un grabado de Miró. No faltará el heterogéneo grupo de convictos con los que se relaciona nuestro personaje: el prepotente Pollo Número Dos, el resentido Cornudo, el limitado Tapia, o el sugerente Jody, que se convertirá en amante de Farragut. Pero también contaremos con el sádico ayudante del alcaide, con un comprensivo celador, con fugas oportunamente consumadas, o con la tensión previa a un posible motín.
Cheever parece escoger este ambiente claustrofóbico como el idóneo para permitir, sin un exceso de culpa, la emergencia de unas tendencias eróticas tan asumibles en el interior de la cárcel como conflictivas en el exterior. Aunque esa libertad no compensa los crueles inconvenientes que comporta, entre los que no es el menor la pérdida del “placer que le había proporcionado la naturaleza cuando era un hombre libre”.
Sin duda una conmemoración necesaria para un autor cuya influencia puede rastrearse en creaciones tan relevantes como la obra de John Updike o la serie televisiva Mad Men.
Muy buena tu reseña, Rafael. He leido esta novela hace un tiempo, pero comparada con sus cuentos (género que admiro, y a Cheever especialmente escribiéndolos) no me pareció tan buena. No recuerdo casi nada, salvo el final. Pero recuerdo tambíen que sentí alguna incomodidad, o inquietud, con lo cual diría que a un nivel, me tocó. Volveré a ella. Gracias.