El autor usa el método del psicoanálisis jungiano ―Davies era un gran admirador de la obra de Jung― para la construcción de esta novela, dándole una profundidad inmensa y proponiéndonos continuos juegos de imaginación, como esos que en el tablero de ajedrez memoriza el profesor Pargetter o la complicada partida múltiple de Liesl en su dorado refugio alpino. Usa, asimismo, una composición con forma de sesión psicoanalítica: la doctora Johanna, a la que recurre David tras un fuerte desequilibrio mental una vez fallecido el padre, le lleva por el sendero que descubre los demonios internos: la Sombra, el Amigo, el Ánima y la Persona. Conceptos jungianos, absolutamente teatrales, obviamente usados por el autor, que tanto convivió con el teatro como actor primero y director, después.
En dos ocasiones el autor saca a relucir una cita de Ibsen: «Vivir es luchar contra los trasgos y escribir es juzgarse a uno mismo». David, llegado a un punto de inflexión en la vida, debe aprender a conocerse a sí mismo y a reconocer las luces y las sombras de su existencia. Las relaciones con el padre, el poderoso Boy Staunton; la débil y sufriente madre; Denyse, la insoportable madrastra; la omnipresente Netty, el ama de llaves; los distintos padres pedagógicos: Pargetter en Oxford, Knopwood en Toronto, y Ramsay, al que cree su padre físico; el conjunto de esos y otros recuerdos conforma la narración. Escribiendo notas para la doctora Johanna al modo de guión teatral, y respondiendo a las preguntas de la analista, va extrayendo de las profundidades una colección de recuerdos, sueños, ideas, de las que el autor se vale para mostrarnos la complejidad del alma humana.
El binomio racionalidad/sentimiento, (sentido y sensibilidad, que diría Jane Austen) muestra las carencias que sufre el abogado Staunton, un león en los juzgados, pero un hombre que no conoce el sentimiento, acostumbrado a dirigir su vida por el recto pero frío camino de la absoluta racionalidad, ignorante de los misterios que genera la emoción y el sentimiento ―de ahí la manifiesta incapacidad de comprender a las mujeres―, hasta que baja a la caverna con Liesl, simbólica bajada a los infiernos, donde llega a sentir terror, imagen, a su vez, del renacer, el retorno a la luz. La novela está plagada de estos símbolos, que darían para múltiples lecturas, subtextos, sugerentes y atractivos para demorarse en ellos. La figura del Oso, representación ancestral del Canadá, y que aquí sugiere la figura del Amigo, no deja de tener su importancia.
Hay muchos detalles que unen esta novela con la que le precede, pero uno muy importante, es la piedra que aparece en la boca del padre cuando lo rescatan del fondo del agua, y que nos recuerda el Rosebud del Kane wellesiano. La piedra que Ramsay reconoce y guarda inmediatamente, y que enseña a David al final de la novela. Piedra con una historia personal, que se remonta a la madre de Dempster y al nacimiento de Paul allá en el viejo Deptford. Después de repasar ―a lo largo de la novela― toda su vida, guiado por las preguntas de la doctora, David reflexiona y debe decidir. La parte final, el reencuentro con Ramsay y Eisengrim en la mansión gótica de Sorgenfrei, una suerte de Sans Soucci alpino, pone el broche que cierra la narración, y abre la puerta a la tercera y última parte de la Trilogía, El mundo de los prodigios.
Ariodante